1.22.2022

Acuarelas




Decidí esa tarde tomar el tren en lugar del colectivo, caminaba un poco más pero el viaje iba a ser más corto. Bajé por Florida hasta Plaza San Martín, no estaba repleto de gente aún, uno de los beneficios de no tomar vacaciones en enero. Atravesé la plaza y antes de la lomada me llamó la atención una chica. Estaba sentada sola, tomando sus rodillas entre los brazos y sonriendo aparentemente a la nada. Volví sobre mis pasos y traté de seguir el recorrido de su mirada y ahí lo vi. Él estaba sentado apoyado en un árbol. Sobre las rodillas tenía un cuaderno de hojas grandes y al rededor un estuche con acuarelas y pinceles. Ella veía parte de su espalda y tenía acceso directo a su mano izquierda. El estaba en su mundo, midiendo en el aire distancias con un lápiz mientras cerraba un ojo y luego llevaba esas dimensiones al papel, marcando la altura de la Torre de los ingleses en líneas finas y poco definidas. 

La curiosidad de ella llamó a mi curiosidad así que me quedé expectante de esa escena. El dibujando, ella mirando y yo espectadora de esa historia. 


Cuando terminó de bocetar en lápiz comenzó a aguar los colores. Tomó un poco de  azul marino, un gris y un poco de blanco y en la tapa de su estuche comenzó a mezclarlos. Con otro pincel limpio humedeció la hoja y luego empezó a dibujar su cielo. Ella sonreía mientras el color se iba esparciendo por la hoja, haciendo caminitos entre el agua y la textura. Un poco más oscuro en el horizonte y dejando espacios en blanco simulando algunas nubes.

El limpió el pincel y comenzó a preparar el color para el verde que simularía los jardines con el contraste del blanco de las veredas. En el medio de la hoja quedaba el espacio dónde comenzaría a pintar la torre, las ventanas, el balcón, el reloj y las palmeras que la acompañan.

Ella miraba atenta, por momentos parecía que contenía la respiración, por momentos se relajaba y el cuerpo lo tiraba para atrás. 


Después de unos minutos, con la hoja seca el tomó el plumín y comenzó a trazar las líneas en negro que definirían las formas. Las rejas, los vidrios y marcos de las ventanas, las hojas de las palmeras, las agujas del reloj y los números romanos. Ella estiraba su cuerpo para acercarse lo más posible sin que el la viera. Alargaba el cuello y con los ojos entre cerrados trataba de no perderse un solo movimiento, como si de cada uno de ellos dependiera entender el resultado. 

Él lo firmó, quitó la cintas que usó para definir el límite del dibujo y lo levantó en vertical sobre su pierna, dándonos acceso a ella y a mí a ver el resultado final. El nos miró y sonrió. Ella nunca me vio.