10.12.2021

El encuentro.

 


Quedaban pocas luces en el cielo, la noche se hacía presente ese día de septiembre. Los árboles apenas brotados parecían flacos y el aire traía los primeros calores de la primavera.
Ella esperaba tranquila frente a la casa con balcones, aún las luces del interior no se prendían y el farol iluminaba parte de la vereda. Los coches sonaban despacio sobre los adoquines marcando el regreso de los vecinos al barrio. Las cocinas comenzaban a humear y se sentía en el ambiente las preparaciones de esas cenas.

Ella esperaba tranquila su llegada, él ¿recordaría ese encuentro pactado tanto tiempo atrás? En esa última carta estaba la promesa del reencuentro, sin importar que estuvieran haciendo ni dónde, ese era el día de volver a verse, de reconocerse, de volver a mirarse como la primera vez.

La noche estaba tranquila, ella puso sobre sus hombros la chalina perfumada y se sintió en el aire un dejo a limón. Sin dudas los cítricos eran su debilidad. El perfume la llevó un rato de viaje a su casa de la infancia, dónde el tilo florecido en las tardes de calor perfumaba el living e invitaba a esa siesta reparadora, a las manos de su madre con olor a limón después de rallar la cáscara para el budín de la merienda. Inevitable pensar en las manos de su madre y la forma en que estrujaba el pañuelo cuando esperaba a su padre aún con esperanzas de que regrese, esas noches que eran eternas dónde la escuchaba llorar a escondida detrás del aparador. El perfume del té de jengibre y limón la lleva a esos momentos, la mesa ratona, las manos de su madre y el pañuelo, las lágrimas sin secar y el llanto en silencio. Cayó en cuenta que en ese instante ella refregaba sus manos una con otra con tanta fuerza que sus dedos ya estaban rojos.


Pasó una señora arrastrando el carro de la compra y por la tapa se asomaban las hojas de la acelga. ¿Hacía cuánto que no comía una tarta de acelga? Ya ni recordaba, pero hizo una nota mental para el día siguiente: morrón, acelga, cebolla, queso y tapas para la tarta. Huevos en casa tenía.

Las luces de la cuadra se iban prendiendo y se veían movimientos por las ventanas. Los minutos pasaban y con ellos surgía la ansiedad, faltaba aún para la hora pactada, pero ella prefería estar ahí primero, acostumbrarse a la escena y verlo llegar. ¿Por dónde vendría? ¿Cómo estaría su barba? Los separaban tantos años desde la última cita que quizás ya ni la usaba. Ella lo imaginaba con su chaqueta de corderoy y un jean gastado, las zapatillas marrones y el pelo alborotado. Sin darse cuenta sonreía con la vista perdida en esa ventana que aún seguía sin mostrar vida dentro de esa habitación.

Ella esperaba tranquila, quizás ya no tan tranquila. La hora del encuentro estaba llegando y con ella brotó el miedo. ¿Y si no llega? ¿Cuánto tiempo debería quedarse? De golpe una pelota apareció por la vereda y detrás de ella un chico corriendo, con lo cachetes rojos y los cordones desabrochados y eso la llevó a su adolescencia, a las veredas anchas y floridas, donde se vieron por primera vez. El corriendo con sus amigos luego de un partido, con la cara iluminada de sudor y roja del sol y el esfuerzo, ella con sus amigas sentadas en la ochava que cumplía la función de punto de encuentro para cualquier salida. Ella lo siguió al chico con la mirada hasta que lo perdió de vista doblando la esquina.


El reloj marcaba la hora pactada y se le hizo un nudo en el estómago. ¿Lo reconocería, él la reconocería? De pronto se le antojaron jazmines, de esos que perfuman el ambiente y los floristas ofrecen en cada esquina en pequeños ramilletes. Lo lindo de la primavera, las noches templadas y los jazmines.

Pasos que van y vienen, los minutos que ya muestran que ese encuentro es probable que no suceda. Los nervios disminuyen contrario a lo que ella suponía que le podría suceder. Una especie de calma la fue inundando. ¿Qué esperaba en realidad de ese encuentro? Una promesa hecha hacía tantos años atrás, donde la realidad era distinta y donde las circunstancias marcaban que una propuesta futura era romántica, pero a los fines prácticos ambos sabían que el tiempo cambia, los arrebatos e impulsos quiebran la urgencia y los corazones vuelven a latir con calma.  Quizás a esa altura lo mejor era que no suceda. ¿Ella estaría dispuesta a borrar de un soplido su vida actual por un recuerdo? La separaba una eternidad de la joven que fue y que vivía en una constante montaña rusa de sentimientos, de esos tan profundos y volátiles que por momentos le quitaban el aire.

Tomó su bolso, respiró profundo y se puso en pie. Comenzó a caminar sin rumbo aún fijo, con una paz que hacía tiempo no sentía. Con su marcha despejaba la imagen de la espera, en su mente las manos de su madre comenzaban a aflojarse y el pañuelo ya no estaba arrugado.

Por la esquina opuesta él llegaba, apurando el paso sabiendo que estaba retrasado. Llegó al banco y miró su reloj, una hora tarde. Ella lo conocía y sabía que era impuntual por naturaleza, acaso ¿creería que con los años eso había cambiado? Se sentó cansado en el banco, sacó su morral y estiró las piernas, recorrió con la mirada el frente de esa casa que estaba pintada distinta o al menos así la recordaba. La ventana continuaba oscura. La vereda parecía más pequeña, el tiempo distorsiona la realidad pensó. Cruzó las piernas y una brisa le trajo un aroma familiar, un perfume que recordaba, cítricos. Giró sobre si mismo y la vio. Las piernas le temblaron como a un adolescente en su primer beso y la sonrisa fue espontanea. Se abrazaron un rato largo, sin decir nada, reconociendo sus cuerpos, escuchando sus latidos, sintiendo sus perfumes. Se alejaron un instante para mirarse, algunas arrugas, su barba cana, ella parecía mas alta quizás por su calzado. Se sentaron en el banco y comenzaron a hablar tímidamente, que fue de sus vidas, que estaban haciendo, por qué llegaste tarde, por qué volviste.

Los minutos pasaron, las sensaciones se fueron calmando y comenzaron a verse hoy, a ver quienes eran ahora, que los relacionaba al pasado y que parte de ellos aún seguía ahí, intacta o al menos casi intacta. El estaba separado después de un divorcio complicado dónde pudo quedarse con el perro y un limonero. Ella estaba en pareja hacía ya 15 años, sin hijos y con 2 gatos. El parecía liviano con esa tranquilidad al hablar que tienen los que ya pudieron vaciar la mochila y vuelven a respirar profundo. Ella parecía casi feliz, quizás más acostumbrada a su vida que protagonista de ella. Compartieron un alfajor de chocolate y se rieron fuerte.

Ya con las agujas marcando la hora de irse se pararon junto al banco, se volvieron a mirar en silencio. Se amaron a su manera más allá del tiempo, y seguramente se amarían para siempre. Ella caminó hacia la esquina más cercana y dobló rumbo a la estación del subte. El se quedó unos minutos más en el banco armando un cigarrillo. Lo encendió y comenzó a caminar hacia la esquina más lejana. Detrás de él la ventana de la habitación se iluminó.